Ven y verás, si escuchas oirás lo que hoy te dice San Pelayo, desde esta casa, su casa, en el centro de la ciudad.
Y con él te lo decimos nosotras como Comunidad viva, que pasa de generación en generación cuidándole, cuidando la celebración litúrgica que aquí diariamente celebramos, en «presencia del Niño Mártir» que es testigo de ello. Cuidando su casa, el Monasterio que lleva su nombre.
Os comparto parte de la Anáfora eucarística hispano-mozárabe del día de su fiesta.
Es justo, Dios todopoderoso,
es en verdad hermoso y santo,
es muy necesario y siempre muy conveniente
para nosotros darte gracias
por Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro.
Por quien este santo mártir Pelayo
no se dejó arrastrar en el torbellino de los pecados
ni cedió a la ignominia de los placeres,
sino que se mantuvo siempre intrépido
quien, ya antes del martirio,
te servía con espléndido vigor.
Nacido en la región occidental,
era Galicia la tierra de sus antepasados, Y si bien, humanamente hablando,
deseaba regresar a su patria,
sin embargo no cejaba en modo alguno en su austero rigor,
ya que consideraba la cárcel como una ardua penitencia
y se aplicaba cada día a la salmodia,
pues poseía en su interior tu gracia,
oh Cristo, que lo iluminaba.
Aquello que tú hacías resonar en el fondo de sus entrañas: «Escucha, hijo, mira, el Rey se ha prendado de tu belleza»,
fue lo mismo que el impúdico tirano,
abiertamente, se atrevió a pedirle,
pensando que se plegaría a sus deseos.
Pero él permaneció valeroso,
porque tú no dejabas de estar presente en él; así, al ser llamado e invitado a renegar de Cristo, inmediatamente despreció los reinos
que se le ofrecían y con voz decidida
predicó a Cristo, Señor nuestro: «Conserva, le dijo, oh rey, todas tus dádivas para ti
y para tus siervos perdidos,
porque a mí no me es posible consentir a tus propuestas pues en mi interior está el que me enseña. Porque yo tengo un Dios,
al cual tú, miserable, ignoras,
ante quien toda rodilla se dobla,
el cual prometió a los santos el reino celestial
y a los pecadores el suplicio eterno.
Y como es cierto que hemos de llegar al reino
pasando por muchas tribulaciones, estoy preparado,
puedes mostrarme qué clase de muerte has escogido».
El rey le respondió: «Muchacho, o niegas a Cristo,
o tus miembros caerán bajo la espada
y exhalarás tu espíritu en medio de duros tormentos».
Y san Pelayo repuso: «Soy, fui y seré cristiano, por esta razón no temo morir». Firme en su postura, soportó muchos tormentos,
mientras la espada iba cercenando todos sus miembros, y así su espíritu entró en los cielos, ya que en medio del suplicio no dejó de confesar a Cristo.
La experiencia de la fe es un don, Pelayo lo recibió. En su encuentro con Jesús, como experiencia interior, fue «tocado por esta gracia», se convierte en «testigo».
Escucha esta oración, que a TODOS nos une como hermanos. Esta, sería sin duda la oración confiada de San Pelayo en la prisión.
Nuestro deseo, es seguir con la lámpara encendida a ejemplo de San Pelayo.
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