Al celebrar hoy las I Visperas de San Pelayo, me viene a la memoria el recuerdo vivo del pintor de éste cuadro. Yo era testigo.
El pintor había terminado de ofrecerme su práctica de pintura al óleo tomando como tema un sencillo paisaje. La paleta estaba poco más que embadurnada. Tenía muy poco color aún fresco. Y los pinceles, simplemente manchados. El pintor me mira interrogante y retira el lienzo con el paisaje terminado, y me pide un papel en blanco. Lo coloca sobre el caballete y… yo ya conocía su costumbre. Con los restos de pintura y pinceles sin lavar, pintaba cualquier cosa. ¿Qué? ¡Un San Pelayo! le dije. Y como quien se dispone a jugar con los pinceles, me asombro de la facilidad para delinear la silueta de un adolescente. Y lo más sorprendente en mí era ver cómo surgían en aquellas facciones los rasgos más característicos del niño mártir. Ojos grandes de mirada limpia, serena, un tanto desafiante. Su porte exquisito y amable, reflejaba ya, mucho de las penalidades y sufrimientos, tras unos años en las mazmorras de Córdoba, como prisionero, lejos de su tierra y familiares.
El pincel seguía dando expresión con sus trazos suaves, casi transparentes… pero lo que en el fondo se “veía” era la firmeza del niño, su coraje, su decisión valiente, de no ceder a los halagos y promesas del Califa Abderramán III, que, apasionado por la belleza y porte del muchacho, había intentado seducirle ofreciéndole tesoros y regalos.
Pelayo conocía bien las consecuencias de su negativa a los deseos y promesas del Califa. Pero su fe tenía la entereza y fortaleza de un adulto. Su amor sincero a Jesucristo, su fidelidad y compromiso, no le hicieron vacilar en ningún momento. El pintor parecía absorto en su vivencia interior simultánea con su expresión sobre el papel.
Cuando dio por terminada la obra, me ofreció el papel con la imagen pintada. La contemplé de nuevo y me di cuenta que se cumplía en mí esa frase tan conocida de A. de Saint Exupèry en “El Principito”, “No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”.
Ciertamente Pelayo poseía una figura hermosa, acompañada de una personalidad que fluía de un rico tesoro interior. Ese tesoro invisible, estaba oculto al Califa. Era don de Dios. El don de una fe en Cristo que iba creciendo con fuerza en su corazón de adolescente. Abderramán se había sentido atraído por la belleza y delicadeza en el trato de Pelayo, pero éste supo custodiar la dignidad de su cuerpo y de su alma. La consecuencia no se hizo esperar. Un cruel martirio fue la respuesta del Califa ante la negativa del adolescente. Mas la gracia de Cristo vivo con su atracción le impulsó a ser valiente. Dio a su debilidad la fuerza, a su miedo el valor para entregar su corta vida en testimonio de su fe y amor.
Después de unas horas ante la urna que guardan los restos del niño mártir, oré sinceramente por tantos adolescentes y jóvenes para que sientan el gozo de ser firmes en la defensa de su dignidad personal, en el entusiasmo por su fidelidad en acoger la belleza que está más allá de cualquier promesa falsa carente de ningún valor. Mi oración los puso a todos bajo la protección y amistad con el mártir Pelayo. Y recé: «Pelayo, niño mártir, testigo fiel del Amor. Eres luz, fuego ardiente que ilumina el corazón. Gustando en tu ser de niño la paz y vida de Dios descubriste el gran misterio que se encierra en el dolor. Tu heroica valentía es llamada al corazón, es eco que nos anuncia que el triunfo es del Amor.»
Y lo sigo orando hoy, al recordar y llevar en mi memoria y en mi corazón a tantos niños y niñas del rescate «Aquarius» y tantos otros. A todos quiero acompañar con oración y corazón.